Algunas reflexiones sobre "El llanto, la sangre, el fuego", de Rafael Calero Palma
por Miguel Ávila Cabezas
Con "El llanto, la sangre, el fuego. (Relatos y poemas
de la Memoria)", Rafael Calero Palma nos restituye limpiamente la voz de la
memoria que tanto tanto se ha intentado, y aún hoy, en aras de una torticera
conciliación histórica, se intenta cercenar.
Cada crimen que el ser humano comete es una
piedra más arrojada al fondo sin pozo de la ignominia. Y son tantos los
perpetrados desde que este bípedo absurdo y atónito tuvo conciencia de sí que el
relato de ellos superaría infinitamente con creces el número de páginas de todos
los libros juntos de esa biblioteca de Babel que albergara en su laberíntica
cabeza Jorge Luis Borges, un grande de las letras, aunque minúsculo en su humana
entidad frente a la dictadura argentina, que, como todas las dictaduras que en
la Historia Universal de la Infamia han sido, son y desgraciadamente serán, puso
una avidez insaciable en hacer del sufrimiento, la tortura y la muerte su santo
y seña, su carta de presentación más… genuina.
Las formas (y los nombres) del crimen son
incontables. Los hay de todas las tallas, colores, gustos, procedencias, estilos
y ámbitos: el familiar, el social, el institucional, el laboral, el religioso,
el sanitario,
el escolar, el medioambiental y, por supuesto, el militar, al que
nunca le tiembla el dedo para apretar el gatillo y ha sido, desde siempre,
inasequible al desaliento. No voy a desgranar aquí, pues no viene al caso,
ninguna relación de ejemplos concretos de tales humanos crímenes porque en la
memoria y a la vista de todos los aquí presentes (y también ausentes) están muy
claros y son más que conocidos.
Basta abrir el periódico, encender el televisor,
salir a la calle o mirar a lo más profundo de uno mismo para darse cuenta de que
el mal, en su absoluta esencia, está, si no en nosotros, sí llamando
incesantemente a la puerta de nuestros desasosiegos, miedos y turbaciones y se
viste, como a él tanto le gusta, con los más variados disfraces, a cada cual más
espeluznante y siniestro: el de la codicia depredadora, las mafias de la
política, la corrupción sin freno, el sistemático desenfreno sobre los recursos
esenciales y el medio ambiente, las malas leyes restrictivas de la libertad, los
mamporreros sociales del gran capital (es decir, los políticos y su cohorte de
sicarios), y el paro; el de quienes con una mano levantan la cruz amenazante y
con la otra empuercan a su dios robando niños o abusando de ellos; todos los
fanáticos de todas las religiones, y sus ciegos ejecutores; la explotación
laboral, los contenedores de basura cada vez más vacíos, el miedo, la
incertidumbre, el acoso en sus incontables modos, los sanguinarios recortes en
servicios sociales básicos como la educación, la salud o la ayuda a la
dependencia, y la innúmera violencia de género; la destrucción, planificada sin
duda, del paisaje y del horizonte futuros de tantos y tantas que ingenuamente
pensaban, como el poeta, que el mundo estaba bien hecho. La desesperación del
que es arrojado al vacío fuera de su casa. En respuesta a El Roto yo digo: “Ya
no hay alcohol para todos”. La apatía: el triste reactivo de una muerte lenta y
dolorosa.
He de decir que los mejores aliados del crimen
son el silencio y el olvido. Y la impunidad, esa puta arrogante y provocativa
que se pasea sin pudor entre sus víctimas o los herederos de estas, como
diciendo: “¡Aquí estoy yo! ¿Qué pasa? Os robaré el alma tantas veces como quiera
porque soy… intocable.”
¿Vale la pena vivir en un mundo como este? Yo
digo que sí. Mientras haya hombres y mujeres a los que les quede la palabra como
un arma cargada, no exclusivamente a la manera de Celaya, de futuro sino también
de decidido presente, valdrá siempre la pena tirar la toalla con la que nos
secamos día tras día el sudor de nuestros quebrantos y gritar de una vez por
todas ¡basta! La de Rafael Calero es una de esas voces imprescindibles. Y lo
digo sin exagerar un ápice después de haber leído su última entrega literaria,
El llanto, la sangre, el fuego, que, por su riguroso espíritu
reivindicativo de la verdad histórica, trasciende sus meros límites temporales o
intrahistóricos para situarse en un plano mayor de universalidad que a todos nos
concierne y también conmueve. Ciertamente.
Con El llanto, la sangre, el fuego. (Relatos y
poemas de la Memoria), Rafael Calero Palma, que le pide prestados a León
Felipe los versos que conforman el título de la obra (“¡Que corran el llanto, /
la sangre / y el fuego… / como el agua!”), nos restituye limpiamente la voz de
la memoria que tanto se ha intentado, y aún hoy, en aras de una torticera
conciliación histórica, se intenta cercenar, acallar, hacer abortar para que la
verdad, la pura verdad de aquella masacre y represión planificadas nunca salga a
la luz desde el fondo letal de las incontables cunetas y fosas comunes, de
tantas cárceles, campos de concentración y calabozos que jalonan el dominio del
horror y el oprobio. Él lo hace alternando relato y poesía, en un maridaje de
géneros que contribuye a avivar en el lector no solo el conocimiento patente y
verídico de los hechos “en sí” sino también la emoción que los mismos provocan
en el poeta y, por extensión, la que producen otras personas y sucesos
imbricados en ese hondo sentimiento de reivindicación y lucha por la libertad,
solidaridad y justicia que impregna el libro a lo largo y ancho de sus dieciséis
relatos y catorce poemas, de muy largo aliento expresivo la mayoría de
ellos.
Aguilar de la Frontera, al suroeste de la
provincia de Córdoba y distante unos 51 km. de la capital, es la localidad natal
de Rafael, y el escenario concreto en el que se desarrolla la mayor parte de los
relatos, historias íntimas y ocultas (la auténtica historia, las “intrahistoria”
unamuniana) en las que la voz indirecta del narrador-transcriptor de los hechos
se funde plenamente con la de sus protagonistas, unas veces referidos desde el
aciago recuerdo o testimonio escrito de las víctimas (“La carta”; “Carta de
Arturo a Julia”), otras desde el fanatismo, la arrogancia y la cobardía de los
asesinos (“Pistolas y sotanas”; “Como usté mande, Don Miguel”), y
centradas, por supuesto, en la brutalidad y barbarie de aquellos tiempos, no tan
lejanos, los de la “España del vano ayer” e ignoramos, con Machado, si también
del hoy vacío y confiemos que, por ventura, pasajero. Ciertamente, en El
llanto, la sangre, el fuego, lo que pretende -y consigue- nuestro autor es
darle voz y presencia a quienes nunca la tuvieron. Por tanto es la suya, y en
toda la extensión del término, una obra testimonial, con la que no narra de
memoria los hechos sino que recupera, a través de sus protagonistas, la pura
realidad de los mismos, esto es, su singularidad como memoria histórica. Así, ya
desde el primero de los relatos, titulado “Un reloj de oro”, Rafael, con un modo
de narrar preciso, directo y fluido, nos retrotrae al verano de mil novecientos
treinta y seis, a “aquella mañana de julio al amanecer” en que José María León
Jiménez, alcalde de Aguilar de la Frontera, se dirige hacia su fatal destino,
representado y sentido con tal ímpetu y fuerza que de inmediato lo hacemos
propio y lo proyectamos en nuestro constructo emocional, experimentándolo hasta
el último instante, el de su muerte en las tapias del cementerio a manos de las
“alimañas azules” un dos de agosto de mil novecientos treinta y seis, cuando en
los momentos postreros sentimos “algún pájaro sobrevolando el camposanto. Algún
perro ladrando a lo lejos. Un silencio que se extiende durante muchos años”.
Exceptuando los relatos titulados
“Piedras” (centrado en el suicidio de Virginia Woolf en el condado de Sussex),
“El secreto de la vida y la muerte” (sobre el poeta norteamericano Langston
Hugues y su visita a España en 1937 para participar en el II Congreso
Internacional de Escritores) y, en parte, los dos ya mencionados más arriba,
vistos en el nivel situacional de los verdugos fascistas, el resto, como digo,
nos presenta la particular historia, que es a la vez universal y concordante, de
unos hombres y mujeres, personas sencillas, honestas y cabales, cuyo único
delito fue el no haber cometido delito alguno, a no ser el de su pertenencia al
pueblo llano y trabajador: labradores, jornaleros, operarios metalúrgicos,
maestros…, que fueron arrastrados por la vorágine y sordidez fascistas
(panteras deseosas de un mundo siempre hambriento, escribió Miguel
Hernández) a la represión, la muerte y a la posterior ignominia de las mentiras
franquistas y el silencio “transicional”. Pero, como afirmaba Clemenceau,
manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra.
Y en verdad, Rafael Calero recoge En el llanto… la palabra, la
espontánea, justa y templada palabra con la intención de, a la manera de Celaya,
lanzarla contra nuestras conciencias, unas más adormecidas y complacientes que
otras, como un “arma cargada de futuro” para que así nunca olvidemos las
historias de Manuel Palma Arrebola (el hermano del abuelo materno), del abuelo
Miguel y su maestro, don Juan Robles Relaño, de Antonio Cabello Paniagua y su
padre, “tragado por las aguas podridas de la infamia”, de Carmen y su carta
eterna, de Juan el Cojo, de Matilde Landa Vaz, de Juan el Fandangos, de Antonio
García Morales, que a la edad de veintinueve años moriría en el sub-campo de
Gusen después de haber resistido trece meses y medio en Mathausen, y de Arturo
Lodeiro Sánchez, el eterno enamorado de la abuela Julia, fusilado un 27 de abril
de 1940.
Con el poema titulado “Si esto es un
hombre (Primo Levy)”, dedicado al escritor italiano, resistente antifascista y
superviviente del Holocausto en Auschwitz, se cierra el libro que desde su
primera página nos ha atrapado y estremecido por completo. Quienes conocemos la
obra poética de Rafael Calero, desde Los poemas del frío (2000) hasta
El placer de ver morir a un ángel (2011), seis títulos en total, sabemos
perfectamente que, sin dejar de ser uno de los medios de expresión más íntimos,
es la suya una poesía intensa, sin falsos ambages líricos, una poesía de verbo
contundente y claro, lanzado hacia el centro de flotación de nuestro imaginario
lector para que nunca olvidemos, al contrario de lo que sutilmente afirmaba
Jorge Guillén, que el mundo está mal hecho y es deber irrenunciable de todos
conocerlo a fin de desenmascarar las mil y una falsedades en que tan reciamente
se sustenta. En tal sentido, usando la técnica recurrente de la anáfora y el
paralelismo, con los versos de El llanto… (“Sagrados”, “Los días
salvajes, “Julia Gay en Barcelona”, “Viento del pueblo”, “Los viejos
anarquistas”…) Rafael Calero nos enfrenta ante una realidad temporal y fluyente
que jamás podrá sepultar el olvido, y aún menos en estos tiempos en que, como
diría Bertold Brecht en su poema titulado “A los hombres futuros”, “hablar sobre
árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre tantas alevosías”. Que la
historia no se vuelva a repetir, ni como tragedia ni como farsa. Contradigamos,
aunque sea por una vez tan sólo, a Carlos Marx. Mucho cuidado, pues. A la
ignorancia siempre se le suman el fanatismo y el crimen, y en un país revuelto y
confuso de ignorancia invariablemente terminan ganando la partida los canallas,
los salvapatrias, los ladrones, los cobardes y los asesinos.
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