Cuéntame un cuento
Hace 200 años apareció la primera recopilación de las historias y leyendas de los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm, de enorme impacto cultural
Los Grimm pertenecieron a una generación europea que, impulsada por el
Zeitgeist del nacionalismo romántico, buscó ávidamente en el folklore y
en las diversas manifestaciones de la cultura popular las raíces de sus
respectivas identidades nacionales. Filólogos de formación, su campo fue el de
los
cuentos y leyendas orales transmitidas de padres a hijos, y que, en no pocos casos, presentaban variaciones regionales debido a las migraciones multiculturales producidas en el continente desde la edad media.
cuentos y leyendas orales transmitidas de padres a hijos, y que, en no pocos casos, presentaban variaciones regionales debido a las migraciones multiculturales producidas en el continente desde la edad media.
La primera recopilación de Cuentos de los Grimm apareció en 1812, de modo que
este año conmemoramos su bicentenario. No pensados como lectura para niños (se
publicaron sin ilustraciones y acompañados de notas eruditas), el éxito de las
sucesivas ediciones, siempre enriquecidas con relatos suministrados por
escogidos cuentacuentos, les hizo comprender la conveniencia de atender a un
floreciente mercado infantil desarrollado al abrigo de la consolidación de la
burguesía urbana creada por la revolución industrial. Para atender a ese público
sin chocar con las convenciones y la moral social, los Grimm comenzaron a editar
o adaptar los cuentos: las madres malvadas —como la desalmada que abandona en el
bosque a Hansel y Gretel—, se convirtieron en madrastras; se disimularon las
relaciones sexuales, como la de la cautiva Rapónchigo (Rapunzel) con su
príncipe; se sustituyeron los elementos paganos por otros cristianos; se
atemperó considerablemente la violencia de los castigos (originalmente, la
madrastra de Blancanieves moría tras verse obligada a bailar sobre unas chanclas
de hierro al rojo vivo; y a las hermanastras de Cenicienta, que para intentar
que su pies cupieran en el dichoso zapatito habían llegado a cortarse los dedos,
les sacaban los ojos unas palomas justicieras). Por cierto que, si quieren
releer (o contarles a sus hijos) esas narraciones sin censuras, Taschen acaba de
publicar Los cuentos de los hermanos Grimm, una estupenda edición, bien
traducida e ilustrada, de 27 de las más conocidas.
Este año conmemoramos el bicentenario de la aparición de la primera recopilación de ‘Cuentos de los Grimm’.
Desde 1812 esos relatos han circulado profusamente, ocupando (por delante de
los de Perrault y los de Andersen) un lugar de privilegio en la formación del
imaginario infantil y, por extensión, en el de los adultos. Su ascendiente es
perceptible en multitud de creaciones artísticas, cinematográficas, musicales y,
desde luego, literarias. Claro que, como todos los clásicos, su recepción ha
experimentado vaivenes. Los nazis los celebraron como lectura volkisch
particularmente adecuada a la educación de los niños arios: al contrario de la
impresentable madrastra, Blancanieves y su príncipe serían cabales
representantes de la pureza racial. En las democracias su valoración también ha
experimentado altibajos. Disney contribuyó a su globalización gracias a dos
adaptaciones cinematográficas (Blancanieves, 1937, y La bella durmiente, 1950)
que hicieron época y obviaban los aspectos más conflictivos: los mismos que, en
no pocas ocasiones, les han sido reprochados por educadores y pedagogos que los
consideraban excesivamente violentos o moralmente peligrosos, cuando no
perversos instrumentos ideológicos de todo tipo de discriminaciones y
anomias.
Fue Bruno Bettelheim, en su todavía imprescindible Psicoanálisis de los
cuentos de hadas (1976) el que sentó las bases para la reconsideración de esos
cuentos tradicionales que todo el mundo ha leído o escuchado alguna vez. Ahora
ya sabemos que los niños aprenden en ellos a discernir entre distintos registros
(realidad / ficción) y que los elementos simbólicos y emotivos de los cuentos
constituyen herramientas imprescindibles para su crecimiento afectivo y su
paulatino descubrimiento del mundo. Lo cierto es que sin ellos seríamos
emocionalmente más pobres. Y aún menos sabios.
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